La Cuaresma: Nunca es tarde para la conversión

 

Toda la vida nos han enseñado que la cuaresma es un tiempo de «conversión» y que hay que hacer muchos sacrificios para vivirla de manera intensa. Empezamos por lo de ponernos la ceniza, seguimos por no comer carne, incluso somos capaces de privarnos de cosas que nos gustan porque estamos en cuaresma y «el Señor dentro de poco va a morir», como se suele decir. De hecho se nos pone la ceniza y se nos dice eso de «conviértete y cree en el Evangelio». Pero poco a poco nos vamos dando cuenta de que todos los años nos proponemos lo mismo y no lo cumplimos, que nos equivocamos en las mismas cosas y que seguimos siendo iguales y, conforme pasan los años, las posibilidades de cambio son menores. ¿Será que no sabemos bien de qué va eso de la «conversión»? ¿Será que nos empeñamos de manera voluntarista en cambiar cosas exteriores para las que no estamos preparados interiormente? ¿O quizás que dejamos estas cosas sólo para la cuaresma y no vivimos en un estado permanente de conversión?

Nunca es tarde.

No nos gusta hablar de conversión. Casi instintivamente pensamos en algo triste, penoso, muy unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que no nos sentimos ya con humor ni con fuerzas.

Sin embargo, si nos detenemos ante el mensaje de Jesús, escuchamos, antes que nada, una llamada alentadora para cambiar nuestro corazón y aprender a vivir de una manera más humana, porque Dios está cerca y quiere sanar nuestra vida.

La conversión de la que habla Jesús no es algo forzado. Es un cambio que va creciendo en nosotros a medida que vamos cayendo en la cuenta de que Dios es alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz.

Porque convertirse no es, antes que nada, intentar hacerlo todo mejor, sino sabernos encontrar por ese Dios que nos quiere mejores y más humanos. No se trata solo de “hacerse buena persona”, sino de volver a aquel que es bueno con nosotros.

Por eso, la conversión no es algo triste, sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir, sino sentirnos más vivos que nunca. Descubrir hacia dónde hemos de vivir. Comenzar a intuir todo lo que significa vivir.

Convertirse es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestro vivir cotidiano. Liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de poder y posesión. Liberarnos de objetos que no necesitamos y vivir para personas que nos necesitan.
Uno comienza a convertirse cuando descubre que lo importante no es preguntarse cómo puedo ganar más dinero, sino cómo puedo ser más humano. No cómo puedo llegar a conseguir algo, sino cómo puedo llegar a ser yo mismo.

Cuando escuchemos la llamada de Jesús: “Convertíos, porque está cerca el Reino de Dios”, pensemos que nunca es tarde para convertirnos, porque nunca es tarde para amar, nunca es tarde para ser más feliz, nunca es demasiado tarde para dejarse perdonar y renovar por Dios.