La Misa «dice mucho»

El que coma de este pan vivirá.

Se suele escuchar con bastante frecuencia: «La misa no me dice nada». Las razones pueden ser diversas: actuación rutinaria del celebrante, desconocimiento del significado de los gestos litúrgicos, lenguaje alejado de la realidad actual… Hay, sin embargo, otra razón fundamental: por muy cálida y viva que sea la celebración, si la persona no participa interiormente y se abre a Dios en cada momento, la Eucaristía «no le dice nada».
Hay cuatro etapas importantes en el desarrollo de la Eucaristía, que es necesario vivir con la actitud apropiada. El primer momento es de encuentro. Llegamos a la Iglesia, nos saludamos y vamos formando entre todos la asamblea litúrgica. Es el momento de acogernos mutuamente y de preparar nuestro corazón para la celebración. Los ritos iniciales nos ayudan a distanciarnos de nuestro ritmo de vida a veces tan agitado y tenso, a despertar nuestra fe, pedir perdón y disponemos para vivir un encuentro gozoso con Dios.

El segundo momento es de escucha. Nos mantenemos sentados para escuchar la Palabra de Dios. Después de haber oído durante la semana tantas palabras, noticias, comentarios e información, nos disponemos a escuchar ahora una Palabra diferente que puede iluminar y orientar nuestras vidas. Escuchamos la Palabra que pone sentido, verdad y esperanza en nuestra existencia. Ante el Evangelio nos ponemos de pie pues las palabras de Jesús tienen para nosotros un valor único. Son «espíritu y vida».

El tercer momento es de acción de gracias. Estamos de pie unidos al celebrante que, en nombre de todos, pronuncia la plegaria eucarística. La actitud es clara desde el principio: «los corazones levantados hacia el Señor» dando gracias y alabando su bondad. Aquí ya no se predica ni se enseña, no se analiza ni se medita. Estamos en el corazón de la Eucaristía. Aquí lo importante es la alabanza y el agradecimiento hondo a Dios por el regalo de su Hijo Jesucristo.

El último momento es de comunión y encuentro íntimo con el Señor. Todo nos conduce a participar en la mesa preparada para nosotros: el «Padrenuestro» que nos recuerda que somos hermanos, hijos de un mismo Padre; el gesto de la paz que nos reconcilia e invita al mutuo perdón; la procesión hacia el altar para extender nuestra mano y alimentarnos del Señor. Es el momento de comulgar con Cristo y con los hermanos. A quien la vive desde dentro, la misa «le dice mucho».