Sin fe no hay salvación, ni sanación…

Durante mucho tiempo Occidente ha ignorado casi totalmente el papel del espíritu en la curación de la persona. Hoy, por el contrario, se reconoce abiertamente que gran parte de las enfermedades modernas son de origen sicosomático o tienen una dimensión sicosomática.

Sin embargo, muchas personas ignoran que su verdadera enfermedad se encuentra a un nivel más profundo que el estrés, la tensión arterial o la depresión. No se dan cuenta de que el deterioro de su salud comienza a gestarse en su vida absurda y sin sentido, en la carencia de amor verdadero, en la culpabilidad vivida sin la experiencia del perdón, en el deseo centrado egoístamente sobre uno mismo o en tantas otras «dolencias» que impiden el desarrollo de una vida saludable.

Ciertamente sería degradar la religión el utilizarla como uno de tantos remedios para tener buena salud física o síquica; la razón de ser de la religión no es la salud del hombre sino su salvación definitiva. Pero, una vez establecido esto, hemos de afirmar que la fe posee fuerza sanante y que acoger a Dios con confianza puede ayudar a las personas a vivir de manera más sana.

La razón es sencilla. El yo más profundo del ser humano pide sentido, esperanza y, sobre todo, amor. Muchas personas comienzan a enfermar por falta de amor. Por eso, la experiencia de saberse amado incondicionalmente por Dios cura. Los problemas no desaparecen. Pero saber, en el nivel más profundo de mi ser, que soy amado siempre y en cualquier circunstancia, y no porque yo soy bueno y santo, sino porque Dios es bueno y me quiere, es una experiencia que genera estabilidad interior.

A partir de esta experiencia básica, el creyente puede ir curando heridas de su pasado. Es bien sabido que gran parte de las neurosis y alteraciones sicofísicas van vinculadas a esa capacidad humana de grabarlo y almacenarlo todo. El amor de Dios acogido con fe puede ayudar a mirar con paz errores y pecados, puede liberar de las voces inquietantes del pasado, puede ahuyentar espíritus malignos y fantasmas que a veces pueblan la memoria. Todo queda abandonado confiadamente al amor de Dios.

Por otra parte, esa experiencia del amor de Dios puede sanar el vivir de cada día. En la vida todo es gracia para quien vive abierto a Dios; se puede trabajar con sentido a pesar de no obtener resultados; todo se puede unificar e integrar desde el amor; la experiencia más negativa y dolorosa puede ser vivida de manera positiva.

El evangelista Marcos recuerda en su evangelio que Jesús no pudo curar en Nazaret a muchos porque les faltaba fe. Ese puede ser también nuestro caso. No vivimos la fe con suficiente hondura como para experimentar su poder sanador.